El calentamiento global también se ceba con los lagos

Lago Baikal
El aumento de temperatura que supone el cambio climático no solo está derritiendo los polos y aumentando el nivel del mar. Son cambios dramáticos, qué duda cabe, pero no son los únicos que sufren los ecosistemas acuáticos.

También sabemos que las montañas están viendo mermar sus boinas blancas y se producen cambios en la flora y fauna de estas zonas. ¿Pero, y los lagos que hay repartidos por todo el mundo, qué ocurre con ellos?

Según revela un nuevo estudio, el calentamiento global se ceba con numerosos lagos, provocando un desequilibrio de los ecosistemas por el aumento de algas.

Lagos estresados

De acuerdo con un estudio internacional dirigido por la Universidad Estatal de Illinois, los ecosistemas de agua dulce están sufriendo rápidos cambios que alteran sus hábitats gravemente.

La proliferación de algas en zonas con poco oxígeno son peligrosas para los peces, y conforme vaya avanzando el cambio climático los lagos afectados irán en aumento.

El trabajo también subraya que, de seguir avanzando el cambio climático se prevé que éste llegue a ser un problema común en los lagos. Por lo pronto, afecta a lagos de distintos puntos del globo, como el lago Baikal en Siberia, el californiano lago Tahoe o el lago Fracksjon de Suecia.

La investigación estudió un total de 235 lagos que reúnen más de la mitad del agua dulce de la superficie del planeta y descubrió que su temperatura aumentó una media de 0,34 grados centígrados.

La cifra puede parecer de poca importancia, pero lo cierto es que en términos comparativos resulta alarmante. No en vano, este nivel de calentamiento es incluso mayor que el producido en océanos o en la atmósfera, señala el informe.

Estas alteraciones, lógicamente, suponen un gran riesgo para garantizar el abastecimiento de agua para beber, usos agrícolas e industriales. Es decir, a ello habría que añadir el insalvable problema de la seguridad alimentaria a nivel planetario.

«Nuestros lagos están cada vez más estresados«, dice Catherine O’Reilly, líder del estudio, financiado por la NASA, entre otras instituciones.

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