La polinización es un fenómeno que tiene su poesía, pero si hay una batería de achíses de por medio, la cosa pinta mal. Como es lógico, resulta difícil apreciar esta gran maravilla de la naturaleza. De hecho, cuando el viento esparce el polen en lugar de poder decir ¡oh!, lo suyo es mascullar un ¡aggg! y correr a casa a protegerse de las tan temidas alergias.
El sistema inmunológico anda confundido ante semejante amenaza. Se equivoca, como la paloma de Alberti, y en ambos casos no hay manera de hacerles enmendar el error. Muy al contrario, en el caso de las alergias, al menos, la cosa sigue su curso, y lo que podría ser totalmente inocuo acaba suponiendo un pequeño gran drama cotidiano.
Así influye el cambio climático
¿Pero, qué tiene que ver el cambio climático en todo esto? Según publica el prestigioso científico Charles W. Schimidt en la última edición de Environmental Heralth Perspectives, tiene un papel muy activo en las alergias al polen. En concreto, a juicio del experto, el aumento de las temperaturas y de los niveles de CO2 hace que las plantas crezcan más y produzcan más polen.
A su vez, el smog de las ciudades, -una mezcla de humo, niebla y partículas contaminantes en suspensión, entre las que se encuentra el CO2 o el NO2- también provoca que las partículas del polen resulten especialmente nocivas. O, lo que es lo mismo, las crisis son más severas.
De acuerdo con una investigación del Instituto Max Planck, cuyos resultados se publicaron hace alrededor de un año (marzo del 2015), no solo el polen plantea problemas alérgicos. A él se le suma el efecto que producen distintos gases que forman parte del smog, sobre todo el dióxido de nitrógeno (NO2), -otro gas de efecto invernadero-,y el ozono, en los que se observaron mutaciones químicas al unirse a algunos componentes del polen de abedul. Un cóctel peligroso que quizá podría estar provocando alergias a personas que hasta ahora no lo eran.